Mi amigo Sáchica
Por Andrés Molina Ochoa (amolina1@binghamton.edu)
Es
fácil, decía, obnubilarse por sus luces, encandiladoras y potentes.
Recuerdo, por ejemplo, que el último día de clases, cuando él firmaba la
plantilla de los profesores de cátedra que se encontraba bajo la campana, a la
entrada de la Universidad del Rosario (¿Todavía existirá esa campana?), me dijo
con todo amable, “Doctor no, ya somos amigos.” Fue la primera vez, en toda mi
carrera, que un profesor se despojaba de la parafernalia, del protocolo, de las
diferencias que reinaban antes, y me dejaba ver un rostro humano.
Al
escribir sobre Sáchica, es fácil caer en la tentación de obnubilarse por sus
luces y negar todo aquello que también era Sáchica. Yo quisiera, por ejemplo,
olvidarme por un instante de su intransigencia conservadora, de su obcecada
defensa de la Constitución del 86, de su admiración por las monarquías, de su
desdén por visiones políticas más democráticas e incluyentes.
Quienes
no conocieron a la Facultad de Jurisprudencia de aquella época no podrán entender
el gesto de Sáchica. Eran tiempos en los que un examen final podía perderse por
no decirle doctor a un profesor, por no usar una corbata, o por cometer el
pecado de pronunciar “vos” en lugar de usted. Sáchica, que solía deleitarnos
con su brillante y jocosa vocación iconoclasta, se despojó de la majestuosidad
con que siempre nos relacionábamos con los docentes y a mí, que para entonces
tenía sólo 17 años, me trató como un igual. Desde entonces, en el último día de
clases, repito lo que Sáchica me enseñó con su ejemplo, la relación
profesor-estudiante desaparece, ahora sólo hay amigos. Es una de esas paradojas
que jamás podré explicar en mi vida. Yo, el anarquista filosófico, aprendí a
ser iconoclasta de un conservador empedernido.
Sáchica
no sólo era iconoclasta en sus clases, en su forma relacionarse con los
estudiantes, también lo era en sus libros, en sus tratados, en sus opiniones.
Por aquella época, eran comunes los profesores que enseñaban al mismo tiempo en
Universidades como el Externado, la Javeriana, los Andes y el Rosario. Eran
tiempos en los que el único syllabus era seguir el libro que el profesor había
escrito. Eran textos largos, tediosos, recopilaciones minuciosas de citas que
pretendían abarcar complejas problemáticas, pero en las que había poco—por no
decir nada—de inspiración propia. Las opiniones de cientos de autores se
exponían, en muchos casos, sin ni siquiera un intento de taxonomía propia del
intérprete.
Los
libros de Sáchica eran la excepción, eran sencillos, cortos, directos, precisos.
Sáchica no se regodeaba en superficiales citas escogidas para presumir
erudición y no para mejorar la calidad del texto. Para él, lo importante era
que el estudiante entendiera, que tuviera un texto “amigo” con el cual comenzar
el arduo estudio del derecho. En su obra sobre derecho constitucional
colombiano, Sáchica se dio incluso el lujo de incorporar preguntas al final de
cada capítulo, algo tan común en los libros de enseñanza, como extraño en los
tratados de la época.
Aún más
importante, Sáchica se atrevió a pensar en sus libros. En sus escritos no sólo
se escuchan recopilaciones de varios autores, también se leen sus pensamientos,
incluso sus tesis más extremas. Mientras varios de los profesores de “Teoría
del Estado,” decían que el derecho constitucional era una colección de verdades
que los franceses habían descubierto y que nosotros, los hispanos, debíamos
aprender ciegamente, Sáchica se atrevió a pensar una teoría propia, una forma
de entender nuestra caótica realidad a través del derecho. Sáchica fue uno de
los pocos autores jurídicos con la valentía suficiente para escribir libros con
la finalidad de difundir lo que creía, a él no le importaba pavonearse
con infructíferas y ramplonas recopilaciones de doctrinas jamás entendidas.
Comencé
este escrito con lo que, pienso, eran las sombras de Sáchica. Creo que hoy, más
que nunca, es importante recordarlas, porque ellas nos permiten reconocer con
más claridad la importancia de sus luces. Mientras fue mi profesor, estuve en
orillas políticas opuestas a Sáchica. Él lo sabía. Siempre retó mis opiniones
con sarcásticas críticas, con duros comentarios, con pertinentes preguntas,
siempre, también, valoró mis posiciones y me trató como un amigo.
Para
mí, es ésta su mejor enseñanza. Sáchica me enseñó que la Academia es un lugar
donde las ideas deben discutirse, analizarse, cuestionarse, donde está bien que
se debata acaloradamente en torno a las tesis que creemos. Un lugar, sin
embargo, en donde las opiniones que defienden los otros jamás serán motivos suficientes
para negar una amistad, o para que no podamos sentarnos a tomar un café que
sirva de pretexto para poder hablar.
Con la
muerte de Sáchica, una larga historia del Rosario (creo que también del
Externado, de la Santo Tomas, de la Javeriana) se ha muerto. Confieso que me
dolerá mucho no poder volver a verlo. Para mí, más que un excelente profesor,
fue un amigo. Alguna vez me dijo que su filósofo preferido era Sócrates. Si
después de la muerte, pudieron encontrarse, habrán pasado horas discutiendo.
Quizás, ahora mismo, el ateniense esté pensando que con una fina ironía Sáchica
puede destruir cualquier argumento.
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